lunes, 14 de diciembre de 2009

La importancia del sexo tras el Tratado de Maastricht

Una servidora pertenece a una generación convencida del europeísmo a golpe, entre otras cosas, de un sistema educativo ciertamente insistente en dicha idea. Y he de confesar que el lema de “solo no puedo, con amigos sí” del programa La Bola de Cristal aplicado a una organización supranacional entre países que se han estado dando de leches hasta anteayer es un proyecto que admiro, respeto y comparto. Es por ello que no tengo reparo alguno en criticarlo y poner en cuestión aquellos aspectos que como ciudadana me desagradan.



La Unión Europea es ‘unión’ desde el Tratado de Maastricht de 1993 que nos trajo las apreturas de cinturón para cumplir, aunque fuera trucando un poquito la realidad con el mágico y flexible método estadístico, con las tasas de déficit, deuda, etcétera, que se impusieron para los entonces quince países miembros. Por entonces desaparecieron las fronteras físicas, ya no nos pedían el pasaporte en Irún ni al pasar a Portugal a comprar toallas, y nació el estatus de ciudadano comunitario por el cual podíamos, entre otras cosas, residir y trabajar en cualquier país de la Unión. Todo esto es ya una realidad consolidada, aunque la burocracia de cada país ponga sus piedrecillas en el camino para complicar siempre las cosas.


Como ya he mencionado en este cuaderno, mi santo varón es nacional de un país fresquito de Europa, miembro de la UE, y decidimos que nuestra pequeña tuviera pasaporte de la misma nacionalidad. Para ello, había que hacer ciertos trámites a través del consulado en Madrid y, al igual que ocurre en España, como no estamos casados teníamos que acudir ambos progenitores a dar fe de la existencia de la niña.

Con todo, lo que desde luego yo no me esperaba es la desfachatez a la que tuve que enfrentarme posteriormente.

Recuerdo que partimos de que se trata de la hija de dos ciudadanos comunitarios (por tanto ciudadana comunitaria) y que se trata de dar la nacionalidad a la hija de un nacional, no a una pareja sin vínculo matrimonial o a los hijos de una pareja que se reconocen como propios, por ejemplo.

Pues bien, conseguida la cita en el consulado, tras acumular todos los documentos con sus respectivos múltiples sellos, en el último momento nos dicen que tenemos que acudir con el bebé, porque debe ser que se piensan que en España dan los certificados de nacimiento en una tómbola.

Una vez allí, salió el cónsul a recibirnos y a ver al bebé. La observó, me observó, observó a mi santo... Percibí una desconfianza que por absurda la achaqué a mi mala uva de aquella mañana. Tras sonreír cumplidamente, el papá sacó la carpeta con todo el papeleo que habían pedido. “Bien”, me dije, “ahora a firmar y nos vamos”. Ilusa.

De repente el cónsul me dijo: “Y ahora tú te vienes conmigo ahí dentro”. En ese momento, ojiplática perdida, me sentí en la típica película en que funcionarios del Gobierno de los Estados Unidos entrevistan a parejas mixtas que desean casarse para saber si se trata de matrimonios de conveniencia. “Bueno, tranquila Ana”, me volví a decir (yo es que hablo mucho conmigo misma), “seguro que es un trámite de rutina, reminiscencias de los tiempos pre-Maastricht, me preguntarán cuatro chorradas y ya está”. Ilusa.

Me senté en un despachito soleado y me entregaron un folio con diez preguntas que yo debía contestar por escrito. Antes de que empezara a leerlas el cónsul se fue corriendo de aquella estancia con la excusa de hacer una fotocopia... la máquina debía estar estropeada, porque tardó una hora en regresar. Aunque es más plausible la teoría de que se le debía caer la cara de vergüenza por las cuestiones que me planteó.

Algo trascendental para estos señores consiste en saber cuándo empecé a tener relaciones sexuales con mi santo, la fecha de mi última menstruación, cuándo comenzamos a tener relaciones para fecundar a nuestra hija, qué método anticonceptivo utilizábamos y, lo que me ofendió terriblemente, si había la posibilidad de que hubiera otro padre.

No daba crédito a lo que estaba ocurriendo, por qué esa gente me hacía pasar por algo tan desagradable. Aún así, reprimí estoicamente mis ganas de soltarle cuatro frescas y, sobre todo, las de contestar cuatro bestialidades. Respondí, de hecho, con bastante más respeto que me habían preguntado, enumerando las fechas requeridas, cuándo decidimos tener un hijo y el método que utilizábamos anteriormente a dicha decisión. En cuanto a mi presunta promiscuidad, contesté un ‘no’ que me hubiera gustado acompañar de un signo de puntuación que expresara cuán ofendida me sentía.

Dando rienda suelta a mi mala leche, debería haber contestado que no me acordaba cuando empecé a acostarme con mi novio porque estábamos siempre borrachos, que la menstruación es algo que va y viene y por el camino se entretiene, que, como dicen algunas madres adolescentes, el preservativo se rompió. Por otra parte, estaba entre dos o tres presuntos progenitores y al final lo echamos a suertes...

Mientras yo respondía en las oficinas, encerrada bajo llave, mi santo respondía el mismo cuestionario en el vestíbulo del consulado para luego cotejar las coincidencias. Igualmente reprimió su mal humor aunque si se permitió un gustazo en cuanto a la cuestión del método anticonceptivo contestando con un irónico: “Obviamente, ninguno”.

Según me han comentado posteriormente, las cuestiones que se plantean en este tipo de trámites son recíprocas entre países. Es decir, si tu puteas (con perdón) a mis ciudadanos, yo hago lo propio con los tuyos. Yo no sé si España hace lo mismo, ni quién empezó con esta historia. Sea quien sea el huevo o la gallina, a estas alturas de la película todo esto que nos ha pasado nos parece absurdo, por no decir algo más fuerte. Máxime entre ciudadanos comunitarios que se supone estamos luchando por que un día, al igual que pagamos con la misma moneda, portemos todos el mismo pasaporte.

martes, 1 de diciembre de 2009

Soy mamá

Soy mamá. Oficialmente hace algo más de dos meses, porque la ‘burrocracia’ no considera al nonato un ser humano. Pero como esto es un sentimiento muy particular, me siento mamá hace casi un año, cuanto el angelote que tengo aquí a mi lado gorjeando no era más que un cigotín, que diría mi amiga Tremolina.

No obstante, para el resto del orbe ascendí a la categoría de progenitora allá por el 26 de septiembre del presente, después de unos cuantos (muchos) dolores y la sorpresa de que el personaje que me pusieron sobre mi vientre, calentito y berreando con una vitalidad increíble resultó ser una mujercita (no quisimos saber el sexo hasta el final) clavadita a su papá.




Pese a la terrible angustia que nos hicieron pasar durante el embarazo, parte de ella narrada en este cuaderno, la pequeña ha nacido con salud y ya se está enfrentando a los bichitos a través de las vacunas con gran fortaleza.




Es el mayor regalo que me ha dado la vida y no tengo palabras para describir todo lo que estoy sintiendo cada instante desde que nos vimos las caras. Y he de decir mi santo y yo somos unos padres objetivos cuando decimos que es preciosa... de verdad de la buena.




Soy mamá y ya tengo una pequeña familia... pese a la naturalidad del asunto, a mí me resulta increíble.