jueves, 6 de junio de 2013

Te fuiste un 18 de mayo



Te fuiste un 18 de mayo con un hasta luego. Nadie nos podíamos imaginar que era el último que saldría de tu voz grave, profunda y contundente. Te fuiste sin darte cuenta y en silencio. El mismo que la abuela no podía romper por su enfermedad. Apenas se ha dado cuenta de tu ausencia, aunque estoy convencida de que eres tú el que no lo permites, para que su poquita lucidez no se inunde de sufrimiento. Debes ser tú, porque tanta fuerza y energía no puede destruirse, se ha debido transformar. 

Te fuiste con los zapatos puestos, Jiménez hasta el final. Así como auguraste que le va a pasar a mi madre cada vez que se exige trabajando hasta la extenuación. No lo dudo, abuelo, porque ambos sois de armas tomar.

Te escribo estas líneas, porque es lo que mejor sé hacer, juntar letras, y espero que puedas percibir la carga de sentimientos que llevan en cada una de ellas.

Cuando pienso en ti, abuelo, me río más que lloro o lloro riéndome, porque siempre tenías alguna frase con la que aliñar cualquier situación para minimizarla con gran sentido del humor. Siempre, siempre con la sonrisa en la boca. Salvo, eso sí, cuando castigabas con tu indiferencia lo que no te gustaba, que cualquiera te miraba a la cara entonces ¿verdad? 

Tu pragmatismo era tal, que tenías asumido un final sorpresivo para el que te preparaste y nos preparaste, aunque nunca sea suficiente. 

“Si me pasa algo en vez de daros una tupa de llorar, iros a comer todos juntos a la salud de mi vida”, era el prefacio de un sobre con dinero suficiente para que la gran familia que formaste a partir de tus cinco hijos y la que criaste asumiendo el papel de padre y cabeza de familia de tus cinco hermanos nos reuniéramos en tu honor tras darte tierra. Así lo hicimos, abuelo.

Un día me sorprendiste en una de esas largas conversaciones en el salón de tu casa reflexionando sobre “¿cómo es posible de que no se dieran cuenta de que la Tierra es redonda hasta el descubrimiento de América, si yo cuando me sentaba y veía los rebaños andar veía perfectamente como desaparecían poco a poco?”. Se me pusieron los ojos como platos cuando empecé a conversar sobre astrofísica e historia con una persona de entonces 80 años, con preguntas interesantes que otras mucho más jóvenes ni se plantean. Y es que, como bien siempre nos has recordado, “tú estudia, que el saber no ocupa lugar”. Cómo te hubiera gustado tener esa oportunidad, estoy segura de ello.

Al otro lado de la Tierra, esa tan obviamente redonda, estaba yo ese 18 de mayo. ¡Qué angustia pasé hasta poder llegar a despedir tu cuerpo ya inerte!

Yo soy la nieta mayor y la madre de tu bisnieta nacida, ya que te aguardan dos pequeños bisnietos en camino. Tengo el honor de ser la nieta que ha compartido contigo más años y de haber dado el nombre de tu madre a mi hija. Tengo el honor de haber compartido contigo la última vez que disfrutaste del lugar del que tanto te costó partir, el pueblo, donde pudiste ir por última vez de pesca y jugar con tus amigos la última partida a las cartas.

Tengo tantos recuerdos, abuelo, que se agolpan las teclas del ordenador: las reuniones de Navidad, tus montañas de turrones, las visitas al cebadero, las matanzas, las recogidas de aceitunas, las Candelas, las procesiones, encontrarte al otro lado de la plaza de toros en septiembre, cuando subías con la abuela a la plaza los días de verbena, tu gorra, el olor a la pesca cuando venías del pantano, el ruido de la trasera cuando llegabas o te ibas en tu coche, tus gestos, tu “qué bonita es la mi niña” que le gritabas a mi hija cada vez que te hacía una gracia. 

Momentos especiales como cuando acogiste como un nieto más a mi marido, las bodas de los tíos, las comuniones de todos los primos, tus bodas de oro con la abuela, cuando te dije por teléfono: “¿Estás sentado? ¡Porque vas a ser bisabuelo!”, o cuando cogiste por primera vez a la pequeña en brazos y le dijiste: “Irene, ¡que te llamas como mi madre!”, que pudiésemos bailar juntos en mi boda…

También el día en que juntamos los restos tus padres. La gente no lo entiende, porque rechaza estas cosas, pero yo compartí contigo el amor y respeto con que mirabas la calavera de tu padre cuando la tomaste entre tus manos. Ambos cuerpos descansan juntos en un mismo nicho y hoy, abuelo mío, tu cuerpo ocupa el nicho que dejamos libre aquella mañana. 

Hubiera querido que pasara más tiempo, que pudieras ayudarnos en el rincón te dejamos en el patio de mi nueva casa para que creciesen tomates, el huertino era para ti, abuelo. Y es que toreaste a la muerte tantas veces, que como decía uno de mis primos el mismo día de tu partida, te creíamos indestructible. 

Hombre de tu tiempo, fuiste rudo y severo a la hora de educar a tus hijos, con raíces profundas en la tierra que removiste sin descanso para alimentar a los tuyos. Amigo fiel y honesto, te perdió a veces la confianza en algunas personas. Esas cosas pasan. 

Eres un ejemplo de la generación del sacrificio a la que perteneces, la de los niños de la guerra.
Una generación llena de temores, silencios, humillaciones, hambre, incertidumbre y trabajo, mucho y duro trabajo, que inculcó a la generación de la Transición el valor del esfuerzo mirando con recelo una libertad que les llegaba que ni siquiera la hubieras soñado.

Una generación que por edad está desapareciendo, pero debemos trabajar para que el ejemplo de vuestra lucha no se pierda, porque es la manera de valorar como se merece la herencia que tenemos: educación, libertad y oportunidades. Incluso en tiempos como los que estamos viviendo, deberíamos mirar para atrás para saber que partimos siempre de una mejor situación que la que vosotros tuvisteis que superar.
Irene no te va a olvidar y los pequeños que vienen tampoco. Mantendremos tu recuerdo vivo, pero sobre todo, la risa, esa que no falte nunca, aunque ahora, hasta que nos acostumbremos a tu ausencia, sea imposible no ahogarla en un mar de lágrimas.

Te quiero abuelo.