Te fuiste un 18 de mayo con un hasta luego. Nadie nos
podíamos imaginar que era el último que saldría de tu voz grave, profunda y
contundente. Te fuiste sin darte cuenta y en silencio. El mismo que la abuela
no podía romper por su enfermedad. Apenas se ha dado cuenta de tu ausencia,
aunque estoy convencida de que eres tú el que no lo permites, para que su
poquita lucidez no se inunde de sufrimiento. Debes ser tú, porque tanta fuerza
y energía no puede destruirse, se ha debido transformar.
Te fuiste con los zapatos puestos, Jiménez hasta el final. Así
como auguraste que le va a pasar a mi madre cada vez que se exige trabajando
hasta la extenuación. No lo dudo, abuelo, porque ambos sois de armas tomar.
Te escribo estas líneas, porque es lo que mejor sé hacer,
juntar letras, y espero que puedas percibir la carga de sentimientos que llevan
en cada una de ellas.
Cuando pienso en ti, abuelo, me río más que lloro o lloro
riéndome, porque siempre tenías alguna frase con la que aliñar cualquier
situación para minimizarla con gran sentido del humor. Siempre, siempre con la
sonrisa en la boca. Salvo, eso sí, cuando castigabas con tu indiferencia lo que
no te gustaba, que cualquiera te miraba a la cara entonces ¿verdad?
Tu pragmatismo era tal, que tenías asumido un final
sorpresivo para el que te preparaste y nos preparaste, aunque nunca sea
suficiente.
“Si me pasa algo en vez de daros una tupa de llorar, iros a
comer todos juntos a la salud de mi vida”, era el prefacio de un sobre con
dinero suficiente para que la gran familia que formaste a partir de tus cinco
hijos y la que criaste asumiendo el papel de padre y cabeza de familia de tus
cinco hermanos nos reuniéramos en tu honor tras darte tierra. Así lo hicimos,
abuelo.
Un día me sorprendiste en una de esas largas conversaciones
en el salón de tu casa reflexionando sobre “¿cómo es posible de que no se
dieran cuenta de que la Tierra es redonda hasta el descubrimiento de América,
si yo cuando me sentaba y veía los rebaños andar veía perfectamente como
desaparecían poco a poco?”. Se me pusieron los ojos como platos cuando empecé a
conversar sobre astrofísica e historia con una persona de entonces 80 años, con
preguntas interesantes que otras mucho más jóvenes ni se plantean. Y es que,
como bien siempre nos has recordado, “tú estudia, que el saber no ocupa lugar”.
Cómo te hubiera gustado tener esa oportunidad, estoy segura de ello.
Al otro lado de la Tierra, esa tan obviamente redonda,
estaba yo ese 18 de mayo. ¡Qué angustia pasé hasta poder llegar a despedir tu
cuerpo ya inerte!
Yo soy la nieta mayor y la madre de tu bisnieta nacida, ya
que te aguardan dos pequeños bisnietos en camino. Tengo el honor de ser la
nieta que ha compartido contigo más años y de haber dado el nombre de tu madre
a mi hija. Tengo el honor de haber compartido contigo la última vez que
disfrutaste del lugar del que tanto te costó partir, el pueblo, donde pudiste
ir por última vez de pesca y jugar con tus amigos la última partida a las
cartas.
Tengo tantos recuerdos, abuelo, que se agolpan las teclas
del ordenador: las reuniones de Navidad, tus montañas de turrones, las visitas
al cebadero, las matanzas, las recogidas de aceitunas, las Candelas, las
procesiones, encontrarte al otro lado de la plaza de toros en septiembre, cuando
subías con la abuela a la plaza los días de verbena, tu gorra, el olor a la
pesca cuando venías del pantano, el ruido de la trasera cuando llegabas o te
ibas en tu coche, tus gestos, tu “qué bonita es la mi niña” que le gritabas a
mi hija cada vez que te hacía una gracia.
Momentos especiales como cuando acogiste como un nieto más a
mi marido, las bodas de los tíos, las comuniones de todos los primos, tus bodas
de oro con la abuela, cuando te dije por teléfono: “¿Estás sentado? ¡Porque vas
a ser bisabuelo!”, o cuando cogiste por primera vez a la pequeña en brazos y le
dijiste: “Irene, ¡que te llamas como mi madre!”, que pudiésemos bailar juntos
en mi boda…
También el día en que juntamos los restos tus padres. La
gente no lo entiende, porque rechaza estas cosas, pero yo compartí contigo el
amor y respeto con que mirabas la calavera de tu padre cuando la tomaste entre
tus manos. Ambos cuerpos descansan juntos en un mismo nicho y hoy, abuelo mío,
tu cuerpo ocupa el nicho que dejamos libre aquella mañana.
Hubiera querido que pasara más tiempo, que pudieras ayudarnos
en el rincón te dejamos en el patio de mi nueva casa para que creciesen
tomates, el huertino era para ti,
abuelo. Y es que toreaste a la muerte tantas veces, que como decía uno de mis
primos el mismo día de tu partida, te creíamos indestructible.
Hombre de tu tiempo, fuiste rudo y severo a la hora de
educar a tus hijos, con raíces profundas en la tierra que removiste sin
descanso para alimentar a los tuyos. Amigo fiel y honesto, te perdió a veces la
confianza en algunas personas. Esas cosas pasan.
Eres un ejemplo de la generación del sacrificio a la que
perteneces, la de los niños de la guerra.
Una generación llena de temores, silencios, humillaciones, hambre,
incertidumbre y trabajo, mucho y duro trabajo, que inculcó a la generación de
la Transición el valor del esfuerzo mirando con recelo una libertad que les
llegaba que ni siquiera la hubieras soñado.
Una generación que por edad está desapareciendo, pero
debemos trabajar para que el ejemplo de vuestra lucha no se pierda, porque es
la manera de valorar como se merece la herencia que tenemos: educación,
libertad y oportunidades. Incluso en tiempos como los que estamos viviendo,
deberíamos mirar para atrás para saber que partimos siempre de una mejor
situación que la que vosotros tuvisteis que superar.
Irene no te va a olvidar y los pequeños que vienen tampoco.
Mantendremos tu recuerdo vivo, pero sobre todo, la risa, esa que no falte
nunca, aunque ahora, hasta que nos acostumbremos a tu ausencia, sea imposible
no ahogarla en un mar de lágrimas.
Te quiero abuelo.